
A veces uno tiene que morderse la lengua. Quizás porque no le queda más remedio o porque confía en que así las chispas no saltarán prendiendo fuego a lo que nos rodea. Entonces para evitar males mayores solemos apretar fuerte los dientes pero llega un punto en el que puede hasta dolernos la mandíbula y, si por casualidad en vez de los dientes nos mordemos la lengua, puede suceder que ésta acabe partiéndose en dos y que potentes chorros de sangre nos inunden las encías, la boca e incluso que estemos a punto de ahogarnos porque ni tan siquiera podamos escupir fuera lo que dentro nos está asfixiando. Entonces sólo queda una salida: huir.
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